Hoy por
fin, me he pesado. 94 kilos. Kilazos. Toneladas.
Mentiría si
dijera que no lo esperaba después de estar comiendo como una auténtica posesa estas
últimas semanas. Diría que incluso ha sido bastante sanador y relevador ver mi
peso en forma digital, totalmente aséptica, como el que ve unos números en el supermercado y no piensa en nada. Supongo que
la sospecha de haber engordado pero no saber cuánto me hacía sentir más culpable
si cabe cada vez que sentía que la cinturilla del patalón me oprimía el alma. Aunque no venga al caso, la semana pasada me hice una resonancia
manégtica y antes de meterme en la máquina del infierno, me hicieron un pequeño
test. "¿Peso?". Estuve dudando. Mentí. Al lado había una chiquilla que no
pesaría más de 50 kilos y me sentí abocada a ello. Supongo que la gente al
verme alta no sabe sacar un peso pero cualquiera con dos dedos de frente le
hubiera salido la cifra floja al escucharlo.
Luego
estuve durante 20 minutos en aquel agujero pensando si no me traspasaría una
onda supersónica por haber mentido.
Al ser
tanto años de tirania dietil, tengo en cierta manera grabados todos los
principios que he ido adquiriendo a lo largo de los años a baso de dietas
fotocopiadas de papel y de pesudos-medicos de bata blanca . Volveré a los
rediles de la pechuga de pollo mientras sigo espiando blogs de dietas para
ponerme en sintonía, incluso leí uno esperanzador en el que una chica había
adelgazado 40 kilos, eso si, hacía toda clases de recetas. Y yo soy nula en la
cocina. Nunca he sabido diferenciar los botones del horno, cual enciende la
parrilla y cual el aire circulado.
Yo con 10
kilos sería la mujer más feliz del mundo.
Soy feliz.
Pero con 10
kilos menos sería MÁS feliz.
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