miércoles, 25 de abril de 2012

Happy.


Hoy por fin, me he pesado. 94 kilos. Kilazos. Toneladas. 

Mentiría si dijera que no lo esperaba después de estar comiendo como una auténtica posesa estas últimas semanas. Diría que incluso ha sido bastante sanador y relevador ver mi peso en forma digital, totalmente aséptica, como el que ve unos números en el supermercado y no piensa en nada.  Supongo que la sospecha de haber engordado pero no saber cuánto me hacía sentir más culpable si cabe cada vez que sentía que la cinturilla del patalón me oprimía el alma. Aunque no venga al caso, la semana pasada me hice una resonancia manégtica y antes de meterme en la máquina del infierno, me hicieron un pequeño test. "¿Peso?". Estuve dudando. Mentí. Al lado había una chiquilla que no pesaría más de 50 kilos y me sentí abocada a ello. Supongo que la gente al verme alta no sabe sacar un peso pero cualquiera con dos dedos de frente le hubiera salido la cifra floja al escucharlo.

Luego estuve durante 20 minutos en aquel agujero pensando si no me traspasaría una onda supersónica por haber mentido.

Al ser tanto años de tirania dietil, tengo en cierta manera grabados todos los principios que he ido adquiriendo a lo largo de los años a baso de dietas fotocopiadas de papel y de pesudos-medicos de bata blanca . Volveré a los rediles de la pechuga de pollo mientras sigo espiando blogs de dietas para ponerme en sintonía, incluso leí uno esperanzador en el que una chica había adelgazado 40 kilos, eso si, hacía toda clases de recetas. Y yo soy nula en la cocina. Nunca he sabido diferenciar los botones del horno, cual enciende la parrilla y cual el aire circulado.

Yo con 10 kilos sería la mujer más feliz del mundo.

Soy feliz.

Pero con 10 kilos menos sería MÁS feliz. 

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